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El cambio, cuestión titánica

Por Fernando Calderón España.

La democracia es un mal remedo de la monarquía.

La intervención del pueblo hace que esta forma de gobierno tome un nombre con un componente cuyo origen está en el latín tardío y pasa por el griego para significar “el gobierno del pueblo”. Pero, eso es tan solo una ilusión.

En los inicios de la República, el pueblo elegía a un “rey” y en las provincias a unos “reyezuelos” que dirigían una organización social cuyos miembros tributaban para esos nobles con los únicos títulos provenientes de la propiedad, en todas sus expresiones antiguas y modernas.

En el pasado esa propiedad estaba basada en el dominio sobre la tierra, fundamentalmente.

Incluso, para votar hace 193 años había que probar que se tenía una propiedad.

Así lo dice el inciso 4 del artículo 22 de la Constitución Política de 1830:

“4. Gozar de una propiedad raíz, del valor libre de mil quinientos pesos, o una renta anual de doscientos pesos que provenga de bienes raíces, o la de trescientos pesos que sean el producto del ejercicio de alguna profesión que requiera grado científico, oficio o industria útil y decorosa o un sueldo de cuatrocientos pesos.”

Es decir, el derecho para elegir dependía de una situación económica particular que excluía a los pobres. La pobreza estaba compuesta por indígenas, negros y mestizos.

Poco a poco, las familias que más acumulaban propiedades fueron alcanzando el poder en el manejo de la administración que provenía de la manipulación de los mayores propietarios sobre los menores.

El presidente y el vicepresidente eran elegidos por un colegio electoral que designaba las asambleas provinciales controladas por los grandes propietarios.

El Congreso se reunía una vez al año; los senadores y los representantes los elegían las 3 asambleas regionales por 8 y 4 años, respectivamente.

En fin, la administración pública, poco a poco, fue fortaleciendo a esa clase que se la inventó. Del presupuesto se financiaba la vida personal, privada, religiosa, social y comercial de quienes administraban la famosa “cosa pública”.

Ese estado de cosas parecía eterno hasta que los movimientos sociales de “los administrados” fueron poniendo, con muertos incluidos, lánguidas condiciones que alertaron a los dueños del poder hasta el punto en que no tuvieron más remedio que abrir la democracia, la que en su momento se parecía más a una monarquía con un ligero olor a pueblo.

Al abrirse la democracia comenzó un ascenso que permitió a los adelantados del populacho llegar a un Congreso, que ya era más grande, e imitar a los dueños de la política que habían convertido la “cosa pública” en “cosa privada” para financiar su paso por este mundo.

El tamal se convirtió en un bien con preciado valor de uso y de cambio. Como el pueblo siempre ha tenido hambre, el tamal sirvió de alimento y canje. Un voto costaba un tamal dominguero el día de elecciones. Con el tiempo el voto pasó a costar hasta 100.000 pesos.

Sucesivamente se fueron degradando los comportamientos humanos y con el advenimiento del narcotráfico, práctica que  iniciaron las familias del poder regional y nacional y algunos del populacho que emergieron al manejo de los dólares con los que se pagan las drogas del diablo, hasta conformar poderosos carteles de la política que terminaron corrompiendo a los flamantes tres poderes públicos en su totalidad. Y llegó la Constituyente del 91, la prostituta más consentida y estimada que puso a negociar, entre sí, a los tres poderes. Tu pones las ternas, yo elijo. Así quedó el mandato que anunciaron popular, pero que se produjo de una asamblea en donde prevaleció el cabildeo de los grupos interesados en la administración del Estado. Eso es el poder.

A todos esos ricos, jefes de la corrupción, viejos y nuevos, se les hacía y se les hace aún, calle de honor en los salones sociales untados de pedigree falso.

La corrupción, entonces, se tomó desde los altares de una mayoría religiosa que adora la superstición hasta los pretendientes de la alcurnia comprada.

Y la democracia, que conmemora cada año la riña de riquitos españoles contra criollos, sigue esgrimiéndose como una buena alternativa para “construir sobre lo construido”, el nuevo eslogan para querer decir “los mismos con las mismas”.

Por eso es que el cambio es una cuestión titánica.

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