Hace exactamente cinco meses, el miércoles 02 de junio, la periodista Marcela Ulloa iniciaba un viaje hacia lo desconocido y casi simultáneamente, y ya en el mundo del inconsciente, daba a luz su segunda hija, con tan sólo seis meses y medio de gestación.
“Me entubaron y me voy para cesárea. Yo estaba en el coma inducido y no la pude conocer. La niña nace dormida, como consecuencia de todo el medicamente que me habían dado. La niña no llora y de inmediato la llevan a incubadora, la entuban también y las dos entramos a UCI. Yo no era consciente”, asegura Marcela.
Es a partir de ese momento en que madre e hija comienzan una batalla por la vida, cada una en una Unidad de Cuidados Intensivos. Marcela, para vencer al Covid – 19, y María Gabriela, por su prematura llegada al mundo.
“Ella fue mucho más fuerte que yo. La niña fue una guerrera, se aferró a la vida y gracias a Dios, la evolución fue muy rápida. Yo sentía un miedo enorme, un miedo de dejar a mi hijita de cinco años, un miedo enorme de no volver a la casa”, recuerda la joven madre
En este proceso, a Marcela debieron entubarla en tres ocasiones, es decir, que debió permanecer en un coma inducido tres veces, durante su viacrucis. Un sueño profundo, de semi inconsciencia, en el que le era imposible comunicarse con los demás y con sus seres queridos, sin ser ajena a lo que ocurría a su alrededor.
No muy lejos de ella, entre tanto, la bebita recién nacida daba muestras de una fortaleza milagrosa. En pocos días ya anunciaba que se aferraba a la vida, que saldría adelante y que iba mejorando a pasos agigantados. Ya enviaba mensajes, en los que decía, que la esperaran en casa.
De los tres estados de inconsciencia, para Marcela el más crítico fue el último, fue cuando por primera vez temió por su vida. Incluso creyó por un instante, dentro de sus alucinaciones, que médicos y enfermeras en cualquier momento la desconectarían.
“Ese día fue el primer día que sentí que iba a morir. Se me trancó la respiración por completo y sentí que me ahogaba. Las enfermeras me gritaban que no me fuera, que no me fuera. Me gritaban que las mirara, que recordara que mis hijas me estaban necesitando. Ese día sentí morir, dije hasta aquí llegué, sentí desfallecer. Volteé los ojos, no pude controlar mi cuerpo y en segundos, perdí mi consciencia”, relata Marcela, con voz entre cortada.
Sumida en la más profunda angustia, convencida de que en cualquier momento la desconectarían, mentalmente repetía una y otra vez “yo estoy viva. Por favor no me vayan a desconectar, yo estoy viva. Trataba de cogerle el uniforme a una enfermera, de mover mis manos, para que se dieran cuenta que estaba viva y que por favor no me fueran a desconectar. Le pedí a Dios que se hiciera su voluntad y me llegó una calma impresionante y repetía, no me vayan a desconectar”.
Creyó que gritaba como nunca antes lo había hecho y sintió que nadie la escuchaba. Resignada a su suerte, puso su vida en manos de Dios y esperó lo peor.
Pasaron los días y por fin Marcela despertó. Comenzó un proceso lento de recuperación, en el que debió enfrentar otro reto, para el que no estaba preparada. Por primera vez sintió lo que es la soledad, sintió, muy consciente, lo que es vivir alejada de sus seres queridos.
“Yo creo que la gente con Covid se muere es de soledad y de ausencia del calor humano de esa persona que te da ánimo en cada momento. Las enfermeras me colocaban canciones e incluso me aprendí una, mientras estaba entubada: Milagroso.
Esa soledad, casi que a uno lo enloquece. Hay momentos de mucha ansiedad. Yo les pedía a las enfermeras que me mantuvieran alejada de las ventanas, porque es un miedo enorme hasta de atentar contra la vida de uno mismo. Es una cosa rarísima lo que genera en uno el Covid, es la desesperanza, es dudar por momentos de la Fe, es hablar con uno mismo, es ver espejismos, es escuchar cosas que no son”, reflexiona esta joven periodista.
Otra prueba superada y por fin el día de volver a casa. Abandonó el hospital, dejando también a tras a la pequeña María Gabriela, quien escribía su propia historia de vida en una incubadora, cada vez mejor y más saludable.
Sin poder tener contacto con terceras personas, vivió el reencuentro con sus padres, con su esposo y muy especialmente, con María José, su hija mayor, su niñita de tan solo cinco años de edad. Con un vidrio de por medio, fue saludando a cada uno de ellos, confundiéndose en un imaginario e interminable abrazo.
“Fue algo maravilloso, me arrodillé y mi niña me tenía un ramo de flores y una carta que decía “Mamá bienvenida, te amo, te extrañé. Yo no me quería soltar porque era un milagro estar de nuevo en casa, con mi niña, con mi esposo, con mis papás”,
Aquel día, Marcela vivió una felicidad, que le resultó incompleta. Faltaba quien había batallado a su lado por la vida. Sentía un profundo vacío que sólo podría llenar la pequeña María Gabriela, quien apenas llegó días después.
“Yo no pude ir a recogerla, fue mi esposo. Tenemos una conexión muy fuerte, somos dos guerreras. Ella con su mirada me dice todo y me ha enseñado a ser fuerte. Es muy pequeña, pero su poder es tan grande que me ha enseñado a no desfallecer, a enfrentar todo lo que he vivido”, manifiesta esta mujer entre sollozos.
Hoy, Marcela se recupera en su hogar, valora cada instante de la vida y se siente unida a su familia, como nunca se había sentido. María Gabriela, por su parte, crece entre mimos, como la consentida de la casa, junto a sus abuelos, su padre, su hermana mayor y, por supuesto, al lado de Marcela, su madre, su compañera de lucha por la vida.
“Esta chiquitica es una demostración del amor de Dios y la misericordia que ha tenido con nosotros como familia. Es el símbolo de unión con mi esposo, con mi hija e incluso con mis papás. Es muy unida con su hermanita y nos gozamos cada instante. Es una niña que expresa paz”, puntualiza Marcela Ulloa, una mujer que acaba de superar la más dura prueba, que le ha puesto la vida.