Por Fernando José Calderón España.
El ser humano tiene derecho a no saber.
Eso se llama ignorancia, y el ser humano tiene derecho a sentirla, a padecerla, a exponerla.
Y tiene el derecho a insistir en su ignorancia.
Colombia lleva 211 años, más los de atrás, anegada en la falta general de instrucción y conocimiento.
Para el “desarrollo” económico y social de nuestro país es imperante que se mantenga esa tradición que ubicó a Colombia en el sexto lugar de países más ignorantes entre 33, en donde se realizó la encuesta de Ipsos Mori en 2015, denominada prueba de actualidad. Hay que cuidar el poder político.
Eso fue hace 6 años y como Colombia tiene hoy más población y las condiciones de educación y cultura, en general, incluida la política, no han cambiado, no es difícil apuntar que la ignorancia ha crecido y nos ha mantenido en esa posición, a no ser que hayamos subido al tercero o segundo honrosos lugares.
La creciente masa humana ignota, que parece un retrato de la época feudal, en materia de conocimiento por parte de la población mayoritaria de una nación es el escenario perfecto para el afianzamiento de un modelo que fomente la riqueza en unos pocos, la vida fiada de una clase intermedia que confirme que el sistema es bueno porque se sale “adelante”, incluso viniendo de abajo, y la mirada, desde la piedra hecha butaca, de una mayoría que le sonríe alegre a un solo golpe diario. Hay que cuidar bien a los pobres.
El Estado colombiano no es fallido. La fallida es la nación, que como lo tituló Boshnell, lo es a pesar de sí misma.
El Estado, en cambio, tiene todos los elementos estructurales, entre ellas sus llamadas instituciones, debidamente adecuadas para enfrentar cualquier peligro que ponga en riesgo la “democracia” que ha “costado” tanto construirla.
Ni Rojas Pinilla, que llegó al poder en un hecho humorísticamente apodado como “golpe de opinión” pudo, cuando aún no pensaba en hacer política electoral, que vino después con la Anapo, cambiar el modelo económico por uno que tuviera más en la cuenta a los pobres de bolsillo. Y tenía las armas.
Ni López Pumarejo, cuyo movimiento se llamó la Revolución en Marcha, cuando la palabra revolución era más asimilada al proceso francés, que no fue más que el descontento de la burguesía, pudo hacer el revolcón de dicho modelo y eso que era oligarca y hasta se parecía a un lord inglés.
El mote de “revolución en marcha” se lo puso el mismo López, quien decía que su promesa era «el deber del hombre de Estado de efectuar por medios pacíficos y constitucionales todo lo que haría una revolución».
López Pumarejo, también, impulsó una reforma agraria en 1936 para combatir el latifundio. Su intención era otorgar derechos sobre las tierras a pequeños y medianos productores, colonos y aparceros, así como también de mejorar las condiciones laborales para los jornaleros. Algunos estudios hablan del surgimiento de autodefensas con la aplicación de esa reforma.
Más tarde, Lleras Camargo ideó otra reforma que la animó Lleras Restrepo, como senador y la concretó como presidente. La reforma agraria de 1968 fue echada abajo por Pastrana Borrero en 1972, con el pacto de Chicoral, en un hecho que la historia no tilda de traición (la historia la escriben los ganadores), pues fue Lleras quien puso a Pastrana, en uso de las perfectas instituciones del Estado, entre ellas la institución electoral con la Registraduría a la cabeza.
Por alguna razón, tres caracterizados presidentes como oligarcas, López Pumarejo y los Lleras, como si hubieran inspirado actos de arrepentimiento que espiaran los pecados de la clase imperial colombiana, hablaron en sus gobiernos de revolución y de reforma de la propiedad sobre la tierra, incluida la expropiación del suelo natural con dueño holgazán.
Más tarde, el hijo de López Pumarejo, Alfonso, llamó a su movimiento como revolucionario liberal. Claro, era la oligarquía hablando de revolución.
Quien hable hoy de reforma agraria y de expropiación de tierras ociosas, si no lo hace desde la oligarquía que ha sido heredada en Colombia, como en los feudos europeos la nobleza, atenta contra la democracia, una de las más estables y diáfanas de Latinoamérica, así esté sustentada en una ignorancia que raya en la valentía, pues hay que tener valor para escoger a los propios verdugos.
Contrariando toda lógica, los presidentes salidos de la clase media, e incluso, los de más abajo han resultado ser los más verdugos de su propio pueblo. Claro, han sido los agentes de otro capital que se apoderó en los últimos 50 años del mundo: el financiero. Y el crédito es la base hoy de las grandes mentiras. Hace que el ser sienta, como en un simulador, las experiencias de tener riqueza sin poseerla. Y hoy todo se centra en vivir la experiencia.
Es posible que en Colombia hayamos adoptado la ignorancia como una experiencia. Y que volvamos a repetirla una y otra vez.
Sería como seguir repitiendo la ignorancia.